El Dr. Albert Summers me lleva al aeropuerto en su moto para evitar el tráfico de la mañana.  Así él llega temprano al trabajo, igual que yo a mi vuelo, ambos a las 9 a.m. Vamos con tiempo; son las 8 a.m.

Velocidad optima, brisa matutina, aire fresco entre cambio y cambio de carril. En moto todos los semáforos siempre están en verde, sobre todo en China. Sin aviso se va orillando, a tres kilómetros del aeropuerto. ¿Este man me va a hacer caminar? De él, no me sorprendería. Se chifló ahora sí, y en plena autopista.

Pero el problema es mucho más sencillo que eso: estamos sin gasolina.

Entonces a caminar, y rápido. Una con mochila de supervivencia hasta el tope y el otro de saco y corbata. Y la moto sigue allá, cabizbaja y con cargo de conciencia a un lado de la carretera. Tiembla con cada carro que pasa a toda velocidad. Lo espera, o a él con gasolina, o a la policía con un parte, el que llegue primero.

Él se para a conseguir taxi a un lado de la calle mientras yo cruzo al otro lado, donde unos tipos de overol y pantalón camuflado lavan una camioneta gris y conversan.

–“Necesito ir al aeropuerto, ¿quien me lleva en eso?” y señalo la camioneta.

Ya se van a mear de la risa, cuando oigo atrás que hay un taxi, que rápido, que me tiro al otro lado de la calle, pero el taxista se arrepiente.

–“Uy no, al aeropuerto a esta hora, ni a bala,” y se va –pero pasa otro,

–“Que si me lleva por favor, el vuelo es a las 9 (son las 8:35), por favor,”

–“No se puede, bu xing, es imposible”

–“¿Me monto?”

–“Sí, sí, móntate, móntate”

–“Es imposible,”

Me monté.

¡Oe, Shifu, arranque! Es a las 9, aceléreme un poquito ¡Los carros son para andar no para frenar! ¡Hágale hen kuai, ome, es ya, el vuelo se va! Voltea una curva destapada salpicando barro bajo un cielo gris. Llovió ayer y hoy también lloverá, y el shifu no tiene idea dónde queda el Terminal 2.

Le damos dos vueltas, dos vueltas enteras, a todos los terminales, hasta que terminamos por obra y gracia de su milagroso e hirsuto afro, en el Terminal 2. Es exactamente uno de esos momentos cuando uno está viendo los Olímpicos, y el tío dice, “ah, no pues, con un afán bien tenaz yo también le corro así.” Pues este es ese momento. Este es mi momento. Corro como nunca. Corro como quizás jamás volveré a correr. Para esto se estaban preparando mis piernas desde el principio de los tiempos, cuando el cansancio no existe y las distancias son nada, subo escaleras eléctricas de a dos, de a tres, salto de a cuatro, de a cinco, esquivo pasajeros despavoridos, sillas, maletas, azafatas. Corro, corro — y llego.  A las 8:54.

A veces los buenos también pierden. Y yo, perdí mi vuelo.

Un último intento desesperado

El Dr. Summers se siente algo mal, pero no mucho. Por celular ofrece pagarme el pasaje pero yo me rehúso. ¿Si al taxista se le hubiera pinchado una llanta, lo hubiera obligado a pagarme el pasaje? Claramente no. Son accidentes, lo entiendo. La única responsable aquí es mi mala suerte.

Compro otro tiquete, el doble de caro, con mi presupuesto de viaje guillotinado a la mitad. Ya sin lágrimas, espero mi vuelo. Y este no es cualquier vuelo. Es mi último intento desesperado, el clímax, el último pique en una carrera que vengo corriendo contrarreloj para sacar una visa china. Estoy viajando a Hong Kong, vía Shenzhen, la ciudad fronteriza con China para ahorrarme plata. Pero no siempre fui indocumentada. En algún momento tuve mi visa. Antes de partir para China, desde los Estados Unidos, pedí una visa de negocios (muy fácil de conseguir, en ese tiempo antes de los Olímpicos), por un año o más. Mi plan era irme de intercambio con la universidad por el primer semestre del año, aprender todo el chino que cupiera en mi cuerpecito de 21 años, y después tomarme el siguiente semestre para viajar por Asia, trabajando, tomando fotos para una revista, o para varias, escribiendo crónicas, escribiendo de China cosas sencillas pero profundas como un día lo hicieron Marco Polo y Neruda.

Pedí la visa “Negocios, 1 año” y a cambio recibí “Turismo, 3 meses.” Algunos le llamarán ineptitud creativa; yo le llamo choque cultural. Yo ya había pasado el verano del 2007 en Beijing, gracias a mi hermana (Gracias, Hermana) y ese cuentico, los gritos por teléfono, los verbos no conjugados, la falta de artículos, ese delicioso Chinglish, ya me lo conocía muy bien. Ya instalada en Beijing, cuando fui a cambiar la visa, en mayo, las leyes de visado habían cambiado gracias a los Olímpicos (Gracias, Olímpicos). Ahora sólo daban visas con vencimiento en julio 1, antes de que empezaran los juegos.

Mis jefes americanos en el colegio donde enseño inglés, trataron de ayudarme. Una amiga del Dr. Albert que tramita visas caro pero seguro, por tres veces el precio normal, me ayuda también. El amigo productor de cine de mi hermana, tal vez pueda hacer algo, pero no promete nada. Un ex jefe de una revista donde trabajé como fotógrafa pasante también, pero nadie pudo ayudarme. La única opción, la última oportunidad, es viajar a Hong Kong a sacar una visa de turismo por un mes, y después ver qué pasa. Sólo quiero un mes, uno sólo: una semana en Beijing vale por siete en cualquier parte del mundo.

La flota de Shenzhen

Llego al aeropuerto de Shenzhen y trato de ver dónde se coge el famoso bus a Hong Kong. Pregunto, pregunto, y por fin le doy al chino que es. Después de mucho conversar con él (¿Sheeenmee diiifaanngg…?) me monto al bus, y resulta que además de ser muy útil es también el mismísimo chofer.

Arrancamos. Me entretengo como me gusta, tomándole fotos a los puentes, y cuando presiento se acerca la hora de bajarse, me paro al lado de mi shifu para entrevistarlo acerca de mi porvenir. Trato de preguntarle dónde hay hoteles. Ah no, en todas partes, ¡uste fresca!

Según él, llego a mi parada. Me bajo, y aquí, en medio de la nada puedo coger otro bus que me lleva a cualquier lugar de Hong Kong. Yo ni siquiera sé a dónde ir, ni sé dónde voy a dormir. No importa, esta es su parada, adiós. Adiós mi única ayuda, adiós mi todo.

Llueve plácidamente, como un preludio. La angustia empieza a asentarse. Un idioma extraño, otra vez, letreros indescifrables, otra vez. ¿Cuál bus, Juliana, cuál? Llueve más, y ya son las cinco de la tarde. Después de media hora de mirar el plástico arrugado de las rutas y horarios, me decido a coger el Bus 5, el bus de mi destino, aunque no sepa cuál es.

The Chunking Mansions

Pero dentro del bus algo anda mal. El bus anda y anda, sube montañas de selva tropical, por una carretera muy gringa, a toda velocidad. Yo quisiera que parara, pero es imposible, esto ya no tiene reversa. Siento que me alejo irremediablemente de mi destino, que el daño es irreparable. Una Hongkonesa en su propio cuento alcanza a dar una mínima señal de extrañeza al verme llorar desconsoladamente en mute.

Diviso una estación de metro: alivio. Esto debería ser fácil, en estos sitios he pasado la mayoría de los últimos seis meses, esto es como llegar a la oficina. Un aparato como un cajero me dará mi tiquete, le meteré una moneda y me adivinará mi destino, me dirá a dónde ir, porque yo no tengo idea. Causeway Bay, es lo único que reconozco (el Dr. Summers me dice antes de salir, “hostales en Causeway Bay, 100 yuanes.”)

Tal vez como llegué por Shenzhen en flota, en un bus enrazado con trolley de Disney y bus de dos pisos de Londres, nunca caí en cuenta que estaba cambiando de país, y por lo tanto de moneda. Jamás se me ocurrió aquello de los Hong Kong Dollars hasta que fue muy tarde.

Camino por la lluvia — sin sombrilla: hay que ahorrar, hay que ser fuerte– por puentes, por tiendas, hasta encontrar un café Internet gratis. Aquí googleo “hostales baratos” en Hong Kong y me dice: Tsim Sha Tsui, al otro lado de la bahía. Cojo ferry, camino, camino más, buscando Chunking Mansions, el más barato. Ese Mansions me da un poco de esperanza.

Encuentro una impactante fachada, de los años 60, tal vez, con los ventiladores y aires acondicionados por fuera, un edificio como un cuerpo desangrándose con la piel al revés. Pero el primer piso, en cambio, son tiendas fosforescentes que chillan y relampaguean noche y día. No he tocado el primer escalón de la entrada y 27 pakistaníes, indios, nigerianos, me atacan al tiempo. “I give yoo rrroom miissy, very cheep-a” pero yo me voy con mi chinese, ella sabe cómo es la vuelta. “100 HKD, (como dice el Dr. Summers) no pago un yuan más.”

Pronto descubro que 100 HKD equivalen a una colchoneta en una ducha y un televisor con acceso a programas de concursos de baile Bollywood.

Me sofoco, me acaloro, prendo el ventilador –pero es como prender un ventilador dentro de un closet: se arma una señora corriente que me despeina y me vuela las tareas de Zong He, de Gramática China, entonces lo apago, porque tengo que estudiar, tengo que escapar, pero me asfixio, y lo prendo de nuevo, y así una y otra vez, en un rito demencial de corrientes y calores y rabias y humedades.

Pero antes que nada debo bañarme, y con unas ganas que no he sentido nunca. Porque Hong Kong es sucio, o Tsim Sha Tsui lo es, por lo menos. Los aires acondicionados moquean, todo gotea aun cuando no llueve. Las ventanas como mujeres demacradas con la pestañina regada. Esto no inspira nada. Inspira madrugar para salir de esta madriguera.

Mareo de proa, mareo de tierra

Hong Kong se convirtió en una sola interminable migraña. Las luces me raspan las córneas, su Cantonés me quema los oídos como acido. Dos tonos más que el Putonghua, el idioma de la gente, combinaciones de vocales diferentes. Me parecen más gritones y extraños que los chinos a quienes siento ya conozco muy bien, los del Norte, mi gente, los Beijingren.

Siento que aquí todos se burlan de mi desgracia. Me parece que salen del subterráneo como zombies simiescos. Los detallo y los deformo: las narices se achatan, se alargan, se aplastan. Labios más amplios y protuberantes, extremidades más lánguidas, y blancos como rana platanera. Más extraños a mí, más lejanos, más incomprensibles.

Como quien dice, People are strange / when you’re a stranger / faces look ugly / when you’re alone. Jim Morrison tenía razón: me he achinado demasiado. Los siento cerca cuando estoy lejos.

¿Usted también va a Tsinghua?

Me despierto al día siguiente a las 8 a.m. cuando los negocios también empiezan a despertar. Salgo muy rápido. En el consulado chino en Hong Kong un letrero me saluda contándome que necesito el certificado de nacimiento mío y de mi hermana si quiero que ella me “pida.” Esto no va muy bien con mi plan. Ya tenía lo que necesitaba, una supuesta carta de ella, supuestamente invitándome a China y certificando que me podía quedar en su casa.

Estos eran unos de tantos requisitos ridículos que se inventaron a último minuto para tratar de controlar la llegada de tantos waiguoren, tantos extranjeros. Todo para tratar de aparentar un supuesto orden – su obsesión y su mayor virtud – frente al escrutinio internacional que se les avecinaba respecto a sus leyes y su burocracia. Tendré entonces que hacer el trámite como una vil turista. Tendré (aunque en este momento todavía no lo sé) que ver el letrero digital de letras rojas y satánicas, ipso facto salir corriendo a reservar un supuesto tiquete de vuelta a Estados Unidos, reservar varias noches en un supuesto hostal en Beijing y mostrarles a los duendes sin cabeza del Consulado las pruebas de toda esta farsa.

¿Dónde hay agencias de viajes? por supuesto no cerca, sino al otro lado de la bahía, en Kowloon, y yo estoy en Tsim Sha Tsui, en el guetto. Entonces cojo ferry porque es barato, costos al mínimo (“este viaje no va a existir monetariamente”), busco la agencia, caminando como una endemoniada, esquivando gentes como pasando abuelos en carro por la autopista, y por fin la encuentro. Niña, ¿quiere pasillo o ventana? Me importa un pito si me quiere sentar en el carrito de los refrigerios, déme esa reserva ya que a las tres de la tarde me cierran el Consulado.

 

Pero yo no soy extranjera, no ven, yo soy laowai, extranjera asentada, extranjera enamorada, expatriada entregada en cuerpo, vida, bicicleta y alma a quedarme acá y enseñar inglés a niños, jóvenes y adultos, a documentar y retratar con la verdad sus vidas sencillas pero profundas, vanas y enrevesadas, su sabiduría arcaica, su incoherencia creativa, sus contradicciones, ¡en verdad las amo, son mi suerte poética! Esas 自相矛盾 (si ven, ¡yo hablo su idioma! ¡Hasta sé escribir caracteres! ¡Hasta me sé sus dichos y sus historias!), su silencio de pescador, de catacumba, su bullicio de escarcha escarlata. No ven, escribí en este diario hace unas líneas que lejos los siento cerca, miren, dije que no los entiendo pero los siento, que el puentecito en Houhai por el que cruzó Marco Polo, las ruinas de una autentica muralla china en Mutianyu, el libre galope de un caballo salvaje en Mongolia Interior, y la calmada planicie del caoyuan, me conmueven hasta las lágrimas, ¿y así y todo quieres que me vaya? Yo que te he querido, China, con estas ansias, este dolor, que me cerraste tantas puertas en la cara después de que recité versos de ti a todo quien conocía, que por ti deje mis amigos, mi familia –yo que aún pienso en ti para pasar juntos el resto de mi vida, ¿y tú me traicionas así? Si yo estudio en Tsinghua, sí, igual que usted en su jaula de vidrio, el que tiene mi visa y mi futuro en sus manos, la misma Tsinghua donde estudiaron tantos poetas y jefes de estado, la que exploré en mi bicicleta oxidada, donde saboreé su débil sol en un pasto de hierbas cortopunzantes, y aún así te amé, China, maldita rancia prostituta traicionera, y aún así todavía te quiero, y te quiero cerca de mí porque te llevo adentro. Pero no soy nada para ti, y ya lo entiendo.

China prefirió a los Olímpicos que a mí, y yo la entiendo. Yo solo quiero que sea feliz. Era, o los Aoyunhui, o inmigrantes bobos enamorados como nosotros. Escogió bien. Pa’fuera todos.

***

Entré a Hong Kong un 17 de junio del 2008. Tenía el tiempo perfectamente calculado ya que mi visa se vencía el 1ro de julio. Tres días para procesarla y 10 de sobra, por si acaso.

El 20 de junio, sí, me dieron una visa nueva, pero de 10 días.

 

 

 

Artículo originalmente publicado en El Anole, la revista multilingue de la Universidad de la Florida. 

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