Un país donde lo inverosímil es la única medida de la realidad
Hay muchas colinas aquí. Toda Jerusalén yace sobre innumerables y perfectos puntos de observación. Muy oportuno, aquí hay que tener los ojos bien abiertos.
Desde Getsemaní, o el Monte de los Olivos, se puede observar con claridad un techo de oro radiante que corona a Jerusalén. El Domo de la Roca, el más importante templo musulmán, se levanta en todo el centro del Monte del Templo donde yacen, justo más abajo, los restos del Templo de Salomón, el más trascendental para los judíos. Aquí Abraham ofreció a su hijo en sacrificio y aquí también el profeta Mahoma ascendió al cielo. Y a un par de cuadras – la iglesia del Santo Sepulcro, donde según la tradición, yace el cuerpo de Jesús. Tal vez no haya mejor lugar en todo Israel para comenzar, para representar el choque de religión, tradición y cultura que arrastra y que lleva con orgullo la tierra de Israel.
No más grande que el estado de Nueva Jersey, Israel es una larga y angosta franja de tierra. Este es un país, un pueblo, que lleva a cuestas 35 siglos de historia, todo en una simple franja entre África, Asia y Europa, un pliegue entre lo antiguo y lo moderno. Con tantas características topográficas como las de todo un continente; un punto denso en el mundo, en todos los sentidos.
Israel es la concentración de judíos de más de 70 países. Una sociedad de comunidades multiétnicas que contribuyen al desarrollo de una cultura única, que a su vez refleja lo global. Y al mismo tiempo, y sobre todo, que lucha por buscar y mantener su propia identidad.
Es una tierra de paradojas. Y bueno ¿no lo son todas? Pero Israel es especial: a pesar de su antigüedad, como un adolescente vive en una constante crisis existencial. No podemos imaginarnos lo que es tener que defender continuamente el simple derecho a existir (ya este esté fundamentado en sea lo que sea); el tener que luchar una guerra contra seis países vecinos, y ganarla, con sus costos, con solo días de haber nacido, para volver a luchar una la década siguiente, y la que le sigue, y la que le sigue a esa.
Desde las guerras ganadas, imposibles – su sentido de David contra Goliat, hasta la barbarie extrema del Holocausto – tan apoteósica, paradigmática, incomprensible que pareciera un producto de la imaginación, puro realismo mágico-bíblico. Cómo más se explica la historia moderna de Israel; pareciera una mezcla de tragedia épica griega, un capitulo más del Viejo Testamento y un cuento de García Márquez.
En enero del 2007, me embarqué en una misión a Israel junto con otros miembros de la prensa hispana. He aquí la breve explicación de por qué terminé allá:
La expedición fue patrocinada por la Fundación de la Educación Americano-Israelí (AIEF, por sus siglas en inglés), una entidad independiente sin ánimo de lucro, parte del Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelíes (AIPAC). Desde 1990, AIEF produce misiones informativas a Israel para miembros del Congreso, la prensa americana, consultores políticos y otros involucrados en el desarrollo político del Medio Oriente.
La misión fue exhaustiva; seis días intensos y extenuantes. No habíamos salido de una reunión con oficiales del gobierno Israelí, cuando ya estábamos en otra con oficiales militares, o con miembros del Knesset (el parlamento), o con representantes Palestinos. Y si no estábamos anotando furiosamente en nuestros cuadernitos, preguntando todo cuanto se nos ocurría, explorábamos la cerca de seguridad, un centro de absorción de inmigrantes; el Muro de los Lamentos; un mercado nocturno en la Ciudad Antigua; o paseábamos ensimismados por algún recoveco, una calle palpitante, vibrante y conmovedora como solo se dan aquí, calles rebosantes, a punto de explotar de vida.
Viajamos a sitios claves en los conflictos – los recientes y los permanentes. Áreas como la frontera norte con el Líbano, impactada por el conflicto con Hizbolá en la guerra del verano del 2006, o los Altos del Golán, todavía disputados con Siria. Estuvimos también en el South Beach del Mediterráneo, Tel Aviv; en el Mar de Galilea; ciudades romanas antiguas; en centros de comercio internacional, modernas instalaciones; en la cuna del cristianismo.
La idea era conocer expertos de ambos lados del conflicto, para así llevarnos algo de ellos, algo personal y profundo, lo que los hace palpitar y estremecerse
Ya de vuelta, pasé once horas de fiebre en un avión – no la mejor experiencia. Al momento de embarcar ya sentía la característica tibieza, la sed, y unas leves náuseas. Dos horas de vuelo sobre el Mediterráneo y ya estaba la cabeza como en carne viva por la migraña, yo tiritando, y los ojos como cociéndose al vapor en sus cuencas. Pero esto no fue un caso un poco extremo de la gripa que estaba recorriendo Jerusalén en enero; esto era Síndrome de Abstinencia. Esto era mi organismo rechazando mi salida de Israel, estoy segura. Porque, qué más podía hacer el cuerpo si no resistirse, a como diera lugar, a salir del sitio que en tantos aspectos se sentía exactamente como estar en casa, como mi país, como el hogar que los latinos llevamos en el alma.
¿Qué me obligaba a quedarme? ¿Qué vi, qué viví, qué me convenció tan rotundamente, y más importante aún, qué me lleva a hacer semejante analogía demencial, a comparar a Latinoamérica con un país clavado en un desierto del tamaño de Haití?
Cuando García Márquez trató de definir al colombiano en su discurso de aceptación del Nóbel, estaba construyendo sin saberlo un perfil múltiple; este se aplica a la perfección tanto para los colombianos, como para toda Latinoamérica, como para los israelitas.
“Un país donde lo inverosímil es la única medida de la realidad.” Está lleno de israelitas que son intuitivos, autodidactas y espontáneos; rápidos y trabajadores encarnizados. Guardan en el mismo corazón la misma cantidad de olvido y de rencor – tanto político como histórico.
Una sociedad paradójica: aquí reinan por igual el gesto y la reflexión, el ímpetu y la razón, el calor humano y la desconfianza. “Sufrimos de un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso –y Dios nos libre– todos somos capaces de todo.”
El israelita vive intensamente porque tal vez nos queda poco. Y es amigable, transparente. Tiene ojos vivos, despiertos, una mirada que no evita la tuya, que te invita a su vida. Tiene ojos sinceros, ojos que te adivinan algo, porque ya lo conocen. Estos israelitas son árabes, musulmanes, cristianos, o judíos. En esta tierra la mirada constante es el mínimo común denominador.
Gabi tiene ojos miel, una boca redonda y huele a un Armani abundante. Vende la joyería que él mismo hace en un mercado cerca del centro de Jerusalén, con sus tres hermanos. El hermano de Gabi tiene ojos jade turbio, pero su mirada es todo menos turbia. Con la misma boca redonda de su hermano me dice que él vende en ese sitio todas las noches desde que tiene ocho años, que lo venga a visitar, que cuántos años tengo, que los mismos que él.
Y es que descubrí que los Israelitas son coquetos, como los latinos. Y que coquetean casi con clase, una coquetería que no acosa. Qué va, tal vez es sólo una especie diferente de amabilidad. Pero había algo en ella extrañamente familiar, algo latino, quizás. Comprenderán mi extrañeza. Pensando encontrarme con otra raza, otra gente, otro planeta, descubrí lo más cerca a casa que podía encontrar.
No sé si era por la cara de turista, pero siempre preguntaban de dónde eres, y luego, cuánto llevas en Israel, y a dónde has ido, y a dónde te gustaría ir, y yo te llevo, y no, no, cómo te voy a cobrar si eres mi amigo. Su economía vive del turismo. Tal vez todos saben muy bien que su supervivencia depende de la felicidad del turista; su vida depende de mi sonrisa.
Y de la de los que deciden quedarse.